Dos meses confinados en casa por la pandemia por coronavirus, sesenta días en los que hemos vivido experiencias emocionales que han ido desde el enfado y la desidia hasta el amor más auténtico y la solidaridad menos egoísta, por nombrar solo algunas. Y muy probablemente habremos compartido muchas de estas emociones con nuestros amigos, aunque sea en la distancia, y ello nos habrá proporcionado consuelo en los momentos menos buenos y alegría de compartir en los mejores.
Porque la amistad, entendiendo la palabra en su más amplio sentido, es una de las medicinas más eficaces para la salud emocional. La amistad es, según la RAE, el “afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”. Y en esta ocasión nos parece una definición acertada. Más aún cuando no establece jerarquías, porque pensamos que amigo se puede ser de muchas personas y de maneras muy dispares. Para empezar, notemos que en la definición no se especifica cómo ha de ser ese “trato”. Porque amigo se puede ser del camarero del bar con el que estableces una relación diaria de complicidad e interés genuino. Se es de la amiga de toda la vida a la que llevas sin ver una década, y de la que acabas de conocer hace quince días. De la compañera de trabajo, de tu pareja, de tus padres y de tus hijos, de tus hermanos, de tus abuelos y de tus vecinos. Porque el amor no se debe dar en función de la cantidad de relación que tengas con tus semejantes, sino por la calidad de este amor.
Amistad exprés
No es extraño escuchar que la amistad está sobrevalorada, que en algunas latitudes más que en otras consideramos a casi cualquier relación basada en el respeto y el amor como “amistad”. Pues qué suerte pensar de esta manera, ver al prójimo como alguien digno de ese amor, sin prejuicios, sin reproches, abiertos a dar y recibir amor pero sin exigirlo. Quizá por esta razón, en nuestro país nos esté costando tanto vernos separados de nuestros seres queridos. La familia, los amigos de siempre, sí, pero también de aquellos con los convivimos a diario, con los que nos vemos cada día: Teresa, la panadera que me recibía cada mañana con una sonrisa que vale oro; o Mario, en cuyo bar me siento como en casa. Pequeños grandes encuentros, diminutas cápsulas de felicidad diaria que de la noche a la mañana han desaparecido, y que ahora tanta falta nos hacen.
Durante estos días de confinamiento por la COVID-19, unos más que otros, todos habremos pensado en algún momento en las cosas cotidianas que hemos perdido y de las que no éramos demasiado conscientes. En el amor a través de la amistad que diariamente recibimos y entregamos casi sin darnos cuenta, pero que resulta del todo imprescindible. Cuando volvamos a la normalidad (esa nueva normalidad), hagámoslo conscientes también de nuestros amigos “cotidianos”, aquellos con los que quizá nunca nos vayamos de viaje o invitemos a una cena familiar pero que sin duda constituyen una parte más que importante de nuestra vida.